Grotte de Lascaux - Período Paleolítico - Dordogne, Francia

jueves, 23 de agosto de 2007

"Arte y Realidad" de Dieter Jähnig[1]

1. EL ARTE COMO CONSTRUCCIÓN


¿Es el arte imitación o creación? ¿Cuándo es evocación de la realidad pasada; cuándo, modelo de la realidad futura? ¿Cuándo pone de manifiesto la realidad y cuando la encubre? ¿Cuándo escapa a la realidad y cuándo sale a su encuentro? L’art pour l’art, compromiso, esteticismo, antiarte. Con tales cuestiones y conceptos se discute la relación del arte con la realidad. Ya se considere el arte como algo que se añade superestructuralmente a la sociedad (esto es, la realidad como fundamento del arte), ya como algo en lo que parece la realidad (esto es, la realidad como sentido, finalidad, o “idea” del arte), se presupone en ambos casos que la realidad es el fundamento del arte. Todo esto se significa con el nombre de “realidad”. Discutimos cómo funciona el arte, cómo se mejora o empeora la “realidad” por medio de él. Desde fines del siglo XVIII, tiempo del que data el concepto estético del arte, nos referimos siempre al esquema “materialista-idealista” de base y superestructura, como de algo supuestamente evidente.

Una catedral gótica, por ejemplo, representa una superestructura en sentido literal; sobresale de una realidad natural, la tierra, e incluso de una realidad humana, la ciudad. Una catedral como la Chartres o Friburgo nos parece elevarse de la tierra apuntando hacia el cielo, o la vemos como un símbolo de la cuidad celeste ultraterrena. En ambos casos, se concibe la edificación como expresión de interés ultramundano, críticamente hablando, de un interés ficticio. Se trata, por así decirlo, de una superestructura en potencia. En primer lugar, lo que ahí se expresa es de por sí algo irreal o sobrenatural, y en segundo lugar, la edificación es cuanto expresión, es una vez más una pura imagen de ese pensamiento y esa creencia, a los cuales, en cuanto propósitos de una época y una sociedad, corresponde una cierta realidad histórica. Superestructura es, en otro sentido igualmente literal, el palacio absolutista, por ejemplo, Versalles, en Ludwigsburg, Alemania. Aquí no trasciende sino que se sobrepasa lo fundamental, la naturaleza y la población. El palacio vale como expresión de dominio.

De tales antiguas edificaciones, motivadas en su forma artística por razones funcionales, litúrgicas o políticas, y siempre relacionadas con la realidad, se distinguen aquellas otras en donde se pretende expresamente destacar frente a la realidad, el carácter ficticio del arte, que representa entonces un reino autónomo al margen de aquella. Si queda aquí en pie alguna relación es la de la ilusión o el disfraz: importantes edificios bancarios del siglo XIX adoptan como fachada el frontón del templo períptero griego para deslumbrar. El arte es entonces fascinación que da al propósito real una “consagración superior”. Lo visible es fachada.

Toda fachada puede convertirse involuntariamente en expresión de la misma realidad que pretendía disimular. El pórtico seudoclásico de la Haus der Kunst, en Munich, manifiesta en su brutal y arrítmica esterotipia el devastador paso de la marcha de sus constructores. En todo caso, tanto en los ejemplos expuestos como en los usuales, desde el neogótico inglés, a partir de mediados del siglo XVIII, a través del neorrenacimiento y el neobarroco, hasta el neoclasicismo de la década de 1930 en Europa, el arte se aparta, con su finalidad estética de estilo, de su finalidad constructiva real; se disocia la realidad.

Ahora bien, esta diferencia entre una obra arquitectónica del siglo XVII y otra del XIX es válida aparentemente sólo para una determinada selección de obras. Seguramente, se puede distinguir entre la relación con la realidad de un palacio barroco y la autonomía estética de la fachada neoclásica de un banco. Pero también son obras arquitectónicas, por ejemplo, los puentes, tantos los antiguos como los modernos. El acueducto romano del Pont du Gard, en Nimes, puede ciertamente juzgarse estético; pero considerada la razón de su construcción, tuvo tan poco que ver con el “arte” como un moderno puente de autopista, mientras que el palacio barroco y la catedral, aunque en su época no existía todavía la noción estética de arte, tienen, de todos modos, tanto que ver con el fenómeno artístico como un retrato barroco, un fresco medieval o el grabado de la ninfa Aretusa en una moneda siracusana.

Ahora bien, si no hubiéramos entresacado los primeros ejemplos del problemático reino de la arquitectura (arte de la construcción), situado de antemano entre arte y realidad, sino del dominio, mucho más legítimo desde una perspectiva filosófica, de la pintura (el arte de la imagen),entonces no surgiría en absoluto la mencionada diferencia entre el castillo barroco y la fachada del banco. Pues ciertamente una imagen es siempre arte, en unos casos peor, en otros mejor; mientras que, por el contrario, un edificio es unas veces más bien una obra de arte, y otras veces, más bien un trozo de realidad. Y en el arte de la imagen, prototipo de toda estética habríamos podido percibir la antigua y nueva disputa del “realismo”, o el problema de la clase de realidad -el espíritu o la materia, la naturaleza o la sociedad, el yo o el superyó- que es o debería ser básico para el arte. Con ello habríamos salvado la cuestión que suscita también el tema “arte y realidad”: la de si el arte queda, en general, suficientemente comprendido cuando se enfoca -y, ciertamente, da lo mismo en cual de las diversas “artes”: literatura o música, pintura o escultura, danza o teatro- bajo la prenoción de imagen. Con ésta prenoción se presupone ya una relación fundamental muy precisa entre arte y realidad, relación en la que se cifra desde Platón hasta Hegel y desde Hegel hasta hoy, toda discusión sobre filosofía del arte: el arte es mimesis.

Sólo dentro de este prenoción (y, afirmándola constantemente) discurre la disputa sobre si el arte es más bien imagen o mas bien expresión, de si la realidad que se incluye en la imagen tiene un carácter objetivo o más bien subjetivo, y finalmente si la relación entre estos dos polos de la realidad tiene un carácter afirmativo o más bien crítico. Al igual que la noción de imagen, queda convenida sin discusión la noción de “realidad” (previa a toda estética) como aquello sobre lo que versa la imagen, en unos casos, o lo que la fundamenta, en otros.

Ambas nociones fundamentales, la noción estética del “arte” como imagen y la noción lógica (previa a la primera) de la realidad como fundamento, sólo se ponen en tela de juicio cuando se consigue escapar a la sugestiva fuerza excluyente de ese prototipo universal según el cual el arte como tal es imagen. A tal efecto, conviene plantearse la objeción que cabe aducir contra los ejemplos arquitectónicos. En general, ¿puede afirmarse que un acueducto romano o un moderno puente o autopista no tiene, considerada la razón de su construcción, nada que ver con el arte? O, preguntando con mayor cautela, ¿no tiene nada que ver -ese acueducto o ese puente- cono lo que nos induce a conceptuar como arte tanto un palacio veneciano, una mezquita islámica o un templo griego, como un retrato de Velázquez o una suite de Bach?

El antiguo acueducto o el moderno puente de una autopista parecen no tener nada que ver con un retrato o un concierto barroco; esto es arte, aquello técnica. la cuestión es si esta diferencia es cierta.

Para responder a dicha cuestión es oportuno indagar sobre un momento histórico que, aunque muy lejano en el tiempo, servirá para aclarar el contenido del tema de que se trata más que los ejemplos que hemos aducido en la articulación del problema. (Con ello dejamos entre paréntesis el problema peculiar del carácter de imagen del arte.) Ese momento histórico es el del comienzo de la historia, que concuerda con el origen de la “cultura” o de la sociedad diferenciada en cuanto tal.

La respuesta a la cuestión de si resultan razonables o no los ejemplos arquitectónicos que involucran arte y técnica, puede ofrecerse en forma de pregunta: ¿Qué son la pirámides de Gizeh en el curso inferior del Nilo, los templos de Uruk en la zona donde desembocaba el Eufrates en su tiempo, el trazado geométrico de las ciudades de Mohenjo Daro y Harappa a las orillas del Indo, o incluso los vasos de bronce para la oblación (“construidos” a la manera de edificios según los mismos principios de la tectónica) correspondientes ala cultura autóctona del recodo del río Amarillo en la China de la era Chang y Chou? En todos estos casos, se trata de documentos de las épocas primitivas de las primeras culturas superiores. Con estas culturas había comenzado la historia propiamente dicha: la previsión económica, por ejemplo, en la construcción de diques y obras de regadío, e igualmente el culto a los muertos, antepasados y héroes, consisten en la distinción expresa que entonces se hacía entre el porvenir y el pasado, y que se relacionaban con realidades diferentes. Los dos signos fundamentales de la cultura -fundación de ciudades, agricultura- son, junto con las correspondientes muestras de diferenciación social, la especialización artesanal, de comercio y de burocracia, diversas improntas de un solo acto: la iniciación de una relación temporal explícita.

Ese es el quid de la diferencia con otra economía más antigua, la paleolítica, de pesca, caza y recolección. A partir de aquella época (hace unos 5.000 años, y en China hace aproximadamente unos 3.500) hay construcción urbana y agricultura, trabajadores y labradores, así como un arte monumental: arquitectura en forma de edificios y poblados de configuración tectónica, enseres y formas como, por ejemplo, el halcón tallado en la estela de la primera dinastía conservada en el Louvre o el sello cilíndrico sumerio de la misma época. Sólo un aspecto no se dio entonces, ni después hasta finales del siglo XVIII: la relación entre la “realidad” pretérita y el “arte” ulterior.

Los edificios, plazas, estelas y enseres no eran imagen o expresión de algo preestablecido, de algo, fáctico o ideal, preexistente. Eran más bien el escenario de la formación y del transcurso, el escenario de la historia. O dicho según la mentalidad moderna: eran la fundación de la historia. Con las construcciones, se formó por primera vez el espacio para la acción histórica. Construir significa: erección de un hito, esto es, de una ubicación, y de la posibilidad de orientarse; distinción entre arriba y abajo, entre elevación y fondo, entre ying y yang (para los chinos), entre tierra y cielo, es decir, distinción del reino del trabajo; contraposición entre izquierda y derecha, o sea entre llegada y salida, entre regreso al hogar y despedida, en la esfera, por tanto, del conocimiento; y diferenciación entre aquí y allí, entre cerca y lejos, o sea, distinción del reino de la acción.

El concepto chino de la actividad artística reza textualmente: “enseñanza del chin y del yuan”, esto es, del cerca y del lejos. Lo que nosotros llamamos “arte” era -en los modos formales de circunvalación y cuadratura, de aplicación d ejes y escalonamientos, de tensión antitética o (como las formas de techumbres de Asia oriental) de equilibrio suspendido, pero ante todo en los modos de proporcionalidad y ritmo- el cultivo inicial de la naturaleza mediante el establecimiento de principios de ordenación, y mediante una clarificación de relaciones existenciales que en ninguna parte se hallaban presentes o interpretadas y que establecían reglas de comportamiento. En el arte como construcción, la humanidad asumió, en cada territorio y para cada época, diferentes módulos de acción, lo que significa que surgía así, en cada caso, un territorio determinado y una época y sociedad determinadas.

Lo mismo puede decirse de las artes plásticas a partir de la dimensión espacial, se podría indicar, a partir de la dimensión temporal, en las primeras formas de la poesía, sobre todo en las grandes epopeyas, tales como las homéricas. En la importancia decisiva que la epopeya homérica tuvo para la formación de la sociedad griega se podría mostrar el sentido concreto de la aseveración de Heródoto según la cual los griegos, gracias a Homero, se habían proveído de “sus dioses”.

Desde el comienzo de las culturas superiores hasta el siglo de Pericles, el arte griego no fue mimesis de la realidad, sino ordenación del mundo, y como tal pervivió en lo sucesivo, al lado de otras tendencias. Los templos de la Acrópolis no fueron , para la polis ática, información suplementaria de situaciones anteriores, sino formación previa de estructuras intencionales.

Al desembarazarnos del dominio delas nociones europeas de la edad moderna, nos damos cuenta de que esas antiguas culturas que ahora llamamos “arte” se han concebido como ordenación del mundo, como aquellos deberes del hombre de los que depende la existencia del mundo y su renovación necesaria de tiempo en tiempo. Las antiguas nociones que traducimos por “mundo” y “ordenación del mundo”, como por ejemplo la de “cosmos”, de la antigua Grecia, o la de “maat”, del Egipto primitivo, designan el conjunto de relaciones en que los hombres conviven entre ellos y con la naturaleza de la que dependen.

Sólo cuando no se aclare qué es ese “conjunto” que se erige mediante imágenes y construcciones en lugares precisos y debe renovarse en las grandes festividades, y sólo cuando se piense únicamente en el “cosmos” físico, exterior e indiferente del hombre, de la física moderna, se podrá adscribir a esas culturas la incomprensibilidad que no pocos historiadores les atribuyen. La renovación del mundo tuvo en principio el sentido que, por la época de Pericles, nos es conocido: las representaciones de tragedias griegas que todas las primaveras se celebraban en Atenas, tenían el significado de una renovación de la polis.

2. TÉCNICA

Parece indudable ahora que con esta consideración arqueológica no queda resuelto aún e problema que nos ocupa; pues en rigor, con ella se ampliaría la noción de arte actualmente vigente. Sin embargo, no se modificaría en absoluto, tal como hoy es aceptada, la relación entre arte y realidad. Aun cuando el arte no fuera desde siempre lo que actualmente se le considera genéricamente (mimesis), es decir, imagen o expresión, representación o exposición, muestra del ayer o presagio de la realidad venidera; aun así, tal revisión histórica del concepto no habría alterado, evidentemente, nada de la actual situación: el arte es, hoy por hoy, irreal frente a una realidad anterior e independiente. Aunque fuera cuestionable la pretensión de validez universal del concepto de Hegel, moderna versión de la antigua noción de mimesis, de que el arte es apariencia sensible de la idea, su constatación del moderno estado de cosas en el que el arte ha cumplido ya su papel histórico y ha sido suplantado por la “ciencia” no ha hecho sino confirmarse manifiestamente en el siglo y medio siguiente a su declaración.

El desarrollo de la investigación científica es esa clase de interacción que se ajusta al tipo moderno de acción, al “crecimiento” industrial y la competencia política y económica, fundamentando y gobernando todo ello de manera accesoria o crítica. No hay cabida aquí para el arte, a no ser que éste se asimile como inversión de capital o fermento de propaganda económica, como instrumento de agitación o vehículo de protesta en lo político, como modelo de información u objeto de demostración de las teorías estéticas del conocimiento científico. El arte se ha deslizado en los muertos rincones de lo que hoy se llama “cultura”, porque la realidad de ésta época es la técnica.

Una cosa ha cambiado sin duda en los ciento cincuenta años siguientes al momento en que Hegel acuñó su tesis sobre el carácter pretérito de la “suprema determinación” de la referencia del arte a la realidad. casi en la misma época en que el estado de cosas constatado por Hegel encuentra su más sólida confirmación, a saber, la del paso de una situación europea regional a otra global universal, se empieza a modificar la apreciación de ese estado de cosas. Hegel lo celebró todavía con énfasis porque vio en ello no sólo un avance en la conciencia de la libertad, sino también en su realización. En cambio, sabemos y, en todo caso, vemos -aunque esta consideración se doblegue las más de las veces a los viejos modos de pensar- que la transformación tecnológica mundial ha puesto a la humanidad entera, so capa de una libertad aparente y a corto plazo de ciertas clases y ciertas naciones, ante el riesgo de la autodestrucción.

Según una ponencia de la ONU realizada para la Conferencia del medio Ambiente celebrada en 1972 en Estocolmo (por sólo mencionar un ejemplo), diversas ciudades de millones de habitantes, incluso de los llamados países en vías de desarrollo, deberán ser abandonadas por la totalidad de sus habitantes en un futuro próximo, y en algunos casos dentro de unos diez años, ya que para entonces, y ciertamente de modo irreparable, se habrán vuelto inhabitables. Esta inminente autodestrucción de hábitats humanos, a consecuencia de la contaminación del agua y del aire y de la quiebra del sistema de transportes, no es sino la confirmación de la agonía delas relaciones humanas, iniciada ya hace mucho tiempo en las grandes urbes de las naciones industriales.

En este trance, en esta nueva luz a que no ha llevado el progreso que Hegel celebró como culminación de la historia universal, merece consideración la cuestión (que Hegel consideró zanjada) sobre lo que realmente designamos con el término “arte”. La cuestión ontológica “qué es el arte” y la histórica “qué era el arte” nos conciernen por la otra cuestión, práctica y actual, de cómo nos comportamos frente a lo que constituye nuestra realidad presente: la técnica moderna. Si reconocemos el arte por el carácter que le correspondió desde el principio de la cultura superior hasta el fin del barroco (su estructura constructiva), resulta bastante acertada la conjetura de que aquél representa una antípoda del desarrollo de la realidad científico-industrial existente (la técnica) que encontramos a partir del siglo XVIII.

El nombre griego aplicable a las artes constructivas o arquitectónicas, era más exacto: a la relación constructiva del hombre con la naturaleza le correspondió entonces el término tejné. La antigua tejné y la moderna técnica tienen un aspecto en común: el ser un despliegue de la naturaleza. la diferencia está en que el antiguo despliegue constructivo de la naturaleza consistió en estatuir espacio y tiempo, mientras que el moderno despliegue técnico de la naturaleza (que se considera dominio sobre ésta) ha aspirado además, en su praxis, hasta ahora, a superar el espacio y el tiempo.

Esto se manifiesta en particular en el rasgo esencial tecnológico del principio económico capitalista (afán de rentabilidad), con su dogma fundamental, acuñado por Benjamín Franklin (“el tiempo es oro”), y su consecuencia, que se vuelve ahora destructiva del mundo (ser capaz de mantenerse, de permanecer únicamente en progresiva expansión); y asimismo en el rasgo esencial tecnológico del principio político imperialista (voluntad de poder), para el cual cada campo de acción, tanto en la sociedad como en la naturaleza, es objeto de explotación. Ambos principios, el de expansión y el de explotación, concurren en la perversión de los medios encaminados a tal fin, perversión que se ha labrado la moderna religión de la superación del tiempo y el espacio en la deificación del comercio.

La especulación mercantil del suelo, que convierte espacios habitables en estériles bloques de oficinas; la manía burocrática de lo funcional, que dio lugar a ciudades nuevas (como Brasilia) o reconstruidas (como Hannover) sin rostro ni vitalidad: y la pérdida -que ha llegado a la perfección en casi todas partes- del carácter público de las calles y plazas, lugares donde, por lo tanto, el elemento humano ha quedado reducido, por degradación, a un mero conjunto de lugares de transporte y de descarga; todo ello constituye la realidad irreal y fantasmagórica de la que huimos diariamente al mundo ficticio de la televisión, al mundo onírico de las drogas. El hecho de que el mismo gobierno que se enorgulleció de haber salvado para Europa el aeroplano supersónico, hiciese demoler Les Halles, de París, es síntoma del distanciamiento producido hasta ahora entre la tejné y la técnica.

Hasta ahora, porque si algo puede variar por ese derrotero, no será por medio de un afán antitécnico, sino mediante una transformación de la propia técnica. Para ello es necesario precisamente una crítica del afán hasta ahora reinante (el misticismo de la tecnología), la fe en la viabilidad ilimitada que impide liberar a la técnica para que cumpla su potencialidad histórica y, por ello, nuestra propia liberación.

Esta crítica tiene dos aspectos, que se relacionan con la dimensión del arte; el uno, con la condición, comentada hasta aquí, del arte como construcción (como tejné), y el otro, con la inicial condición del arte como imagen (como mimesis), que debe ser de nuevo conceptualizada. Ambos se han hecho visibles en nuestro siglo; bastará con que abramos los ojos. En relación con esos dos aspectos, quiero aducir aquí un ejemplo del arte actual (a) y otro de su relación con cada uno de los dos hechos fundamentales del “arte moderno” (b).

a) La condición constructiva del arte y, por ende, de suyo social (formadora de la sociedad) es reconocida actualmente de modo especialmente claro por algunos jóvenes artistas de Inglaterra. Citaré una declaración del escultor Philip King. King y sus amigos (como Caro y Tucker) han encontrado su concepción de arte a raíz de su separación de su maestro Henry Moore (de quien King y Tucker eran ayudantes). La cita explica dónde radica dicha separación, resultando de una estancia en Grecia en 1960 (En 1969, King había reiterado y completado esta experiencia durante una estancia en Japón.)

Antes de 1960, King había estado cerca de Moore y de la idea según la cual una obra debe ceñirse a la naturaleza y sobre todo, a la figura humana. Con ocasión de una exposición de su obra que tuvo lugar en Londres a fines de 1968, King escribe: “La estancia en Grecia me ha dado la oportunidad de tomar en consideración la posibilidad de una escultura que sea natural y por tanto, de la naturaleza (‘the possibility of sculpture being natural and, therefore, of nature...’)” Y King concluye así su informe: “la clase de arte a la que me he dedicado anteriormente, no tenía hasta cierto punto, raíces, en el sentido de que tenía que ver solamente conmigo y no con el mundo exterior”.

Desde entonces hace King vastas creaciones de metal coloreado que serían calificadas de “abstractas” con arreglo a categorías miméticas y, por tanto, inadecuadas. En verdad, son tan poco abstractas como un templo griego o una pagoda budista: realizaciones plástico-espaciales, por medio de las cuales se lleva a cabo lo que King y sus amigos llamaron erathbound (apego a la tierra), thigness (coseidad) y worldliness (mundanidad). En estas “cosas” que no se ven ni pueden representarse, y en las que uno debe reconocerse, volvemos a ser el hombre -negado durante dos siglos y medio por la filosofía la religión y la ciencia- “real, corpóreo, situado en la tierra sólida y bien cimentada, inspirando y espirando todas las fuerzas de la naturaleza.”

Earthbound es el opuesto del continuo espacial cartesiano, homogéneo e indiferente, de la ciencia de la Edad Moderna; thingness, lo contrario de la objetividad dictada por la autoconsciencia; worldliness, lo contrario de la independencia del hombre respecto del medio ambiente que resulta del enfoque moderno de la “realidad”.

b) Con esto se renueva el sentido del cubismo, independientemente de cualquier analogía estilística. Al cubismo, único gran hecho fundacional del arte moderno, se le sigue impidiendo expresarse y ser escuchado en su propio lenguaje, a causa del predominio de la estética mimética, que le atribuye una deformación, dispersión o disección del objeto. El cubismo no es representación ni figuración de lo objetivo, sino formulación del mundo. Un cuadro cubista es un equivalente a aquello a lo que su tema (y, a veces, un anexo en el cuadro) remite: la pieza interpretada en una guitarra, la música de Bach o la de Mozart. Pero, a diferencia de la arquitectura del arte barroco, que estaba en consonancia con su tiempo, esta moderna ordenación del espacio y del mundo está en abierta oposición con la “tendencia” dominante de la época. La superación cubista de la perspectiva central es una victoria sobre la pretensión imperial de infinitud, bajo la cual la Europa de la Edad Moderna -en una síntesis de romanismo y cristianismo- trata de conquistar la tierra.

Un cuadro de Braque es diametralmente opuesto a un puente de autopista; pero, es ese oposición, ambas cosas se presentan como un arte (en cuanto establecen una relación precisa del hombre con el mundo) y como no-arte (en cuanto no se interesan por ninguna esfera estética autónoma).

En el puente de autopista se radicaliza la pretensión de dominio del hombre sobre la tierra, que apareció por vez primera en el imperio romano y está documentada en una negación matemática de la physis, como la del Pont du Gard en Nimes, que data de la época de Augusto. Sin pretender establecer ningún parangón, el puente turco de Mostar, que enlaza en su rítmica tensión las afueras de la ciudad, responde al movimiento del río y soporta y eleva a los transeúntes. no es más bello porque los constructores se hayan interesado más por la estética, sino porque se hallaban más acordes con la referencia del hombre al mundo.



[1] Conferencia en la escuela de verano de Korcula, Yugoslavia, el 23 de agosto de 1971. Comparada con la primera publicación de la misma en la revisa Praxis (8, 1972, pp. 79-92), está ligeramente corregida y tiene mayor número de notas. (El 1 de diciembre de 1971, la conferencia se repitió en la Universidad General de Kassel. Una traducción al sueco apareció en la revista Horisont, Estocolmo, 20, 1973, pp. 68-81.), la traducción al castellano aparece en el volúmen Historia del Mundo: Historia del Arte, FCE, México d.f., 1982, traducción de Guillermo Hirata, págs. 9-28.

Richard Hamann (Geschichte der Kunst -Historia del Arte, vol. 2, De la prehistoria a la antigüedad psclásica, 1952) divide la historia del origen del arte en dos: hay un origen mimético al final del paleolítico y un orígen tectónico en el neolítico. Hans Sedlmayr separa de la “fase eidética y mimética” con la que em pieza la historia del arte en el paleolítico primitivo, la “fase tectónico-simbólica del neolítico”: “Ursprung und Anfänge der Kunst” (Origen y comienzos del arte), 1956, que se encuentra incorporado en Sedlmayr, Epoche und Werke (Epocas y Obras), 1959, pp. 7-17, especialmente 16.

Las citas de Philip King están tomadas de Sculpture 1860-1968 (Escultura), catálogo de la Galería Whitechapel, Londres, sep. act. 1968. Cf. también Philip King, Sculpture, Rowan Galery, Londres, jul. 1970; Philip King, Kröller- Müller National Museum, Waterloo, 1974. Asi mismo, Robert Kudielka, Das Kunstwerk (La obra de arte), 1968, cuaderno ½ , y Studio International, enero 1969; William Tucker, “What Sculpture is” (Lo que es la escultura), en Studio International, dic. 1974.

La cita de Marx acerca del hombre real, corporal (p. 16) en los Manuscritos de París de 1844, Nationalökonomie und Philosophie (Economía política y filosofía), de. Kröner de los escritos de juventud, editorial Landshut, 1968, p. 273.

Sobre la relación entre el juicio artístico en el libro 10 de La república de Platón y el viraje del arte alrededor de 400 a. de C., véase los dos emsayos de B. Schweitzer mencionados en la nota 8 del capítulo VIII y la primera sección del capítulo VII.

Sobre el concepto de mímesis como danza en Las Leyes de Platón y en Aristóteles véase, Hermann Koller, Die Mimesis in der Antike. Nachahmung. Darstellung, Ausdruck, 1954 (Dissertationes Bernenses l, 5).

Sobre Georges Bataille, véase G. Bataille Lascaux oder Die geburt der Kunst, 1955, Skira, Ginebra; G. Bataille “Le berceu de l’humanité”, Tel Quel, 40, 1970. Versión alemana, Die Wiege der Menschlichkeit, Radio Alemania Meridional, Stuttgart, 15 marzo 1971.

En la investigación de la prehistoria aparecen cada día más lejanos los intentos de interpretación mágica de la pintura rupestre. Remitimos aquí a André Leroi-Gourhan, Préhistoire de l’Art Occidental, 1965, Editions d’Art Lucien Mazenod; versión alemana de 1971; sobre todo el capítulo “La religión del hombre paleolítico” (pp. 203-220); Hermann Müller Karpe, Geschichte der Steinzeit, 1974, C.H. Beck, Munich, especialmente los capítulos sobre el origen del arte peleolítico (p. 157-163) y sobre las obras plásticas en el ámbitodel culto y la religión del paleolítico (pp.262-275); Karl J. Narr, Urgeschichte der Kultur, 1961, Kröner, Stuttgart, el capítulo “Eiszentliche Höhere Jägerkultur”, pp. 90-163; del mismo autor, el capítulo sobre la prehistoria primitiva en su contribución a la obra colectiva Neue Anthropologie, editada por H.G. Gadamer y P. Volger, vol 4, Antropología de la Cultura, 1973, pp. 39-61. Límites y posibilidad de analogías entre fenómenos etnológicos y prehistóricos son tratados recientemente por Meinhard Schuster en su conferencia “Ethnologische Bemerkungen zum Kontimuitäsproblem”, publicada en Hans Trümpy, Kontiniutät Diskontinuität in den Geisteswissenschaften, 1973, editora científica Darmstadt, pp. 95-114. respecto del trabajo del Instituto Frobenius de Francfort remitimos a la colección Völkerkunde, Zwölf Vortäge sur Einfübrung in Ihre Probleme, editor B. Freudenfeld, 1960, C.H. Beck, Munich.

André Breton es citado según la nueva edición de André Breton: Die Manifeste des Surrealismus, 1968, Rowolth, de. de bolsillo, p. 76 y s.

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